El mayor hecho de la historia fue la venida de Jesucristo al mundo para vivir y morir por la humanidad. El siguiente hecho más importante fue el avance de la iglesia para encarnar la vida de Cristo y para difundir el conocimiento de su salvación por toda la tierra.

La tarea que enfrentó la iglesia, cuando bajó del aposento alto, no fue fácil: consistía en continuar la obra de un hombre famoso porque lo habían matado (muerto como mueren los criminales) y además la iglesia debía persuadir a la gente de que este hombre se había levantado de la muerte y que él era el Hijo de Dios y el Salvador. A simple vista, esta misión, por su misma naturaleza, estaba condenada al fracaso desde el comienzo. ¿Quién creería semejante historia? ¿Quién pondría su fe en alguien a quien la sociedad había condenado y crucificado? Abandonada, la iglesia hubiera parecido como miles de sectas malogradas antes que ella, sin dejar nada para que recuerden las siguientes generaciones.

La razón por la que la iglesia no murió fue que existía un elemento milagroso dentro de ella. Ese elemento fue suministrado por el Espíritu Santo, quien vino en Pentecostés para darle poder. La iglesia no era una mera organización ni un simple movimiento, sino la encarnación viviente del poder del Espíritu Santo. Por esa razón logró en pocos años conquistas morales tan prodigiosas como inexplicables. La única explicación posible para estas conquistas es Dios mismo.

Resumiendo, la iglesia comenzó en poder, se movió en poder y se siguió moviendo mientras tuvo poder. Cuando dejó de tener poder, se encerró en sí misma y trató de conservar sus logros. Pero sus bendiciones fueron como el maná: cuando trataron de conservarlos, durante la noche crió gusanos y echó mal olor. Del mismo modo, hemos tenido énfasis como el monasticismo, el escolasticismo y el intitucionalismo, entre otros; todos han sido indicadores de lo mismo: ausencia de poder espiritual. En la historia de la iglesia, cada retorno al poder del Nuevo Testamento ha marcado un nuevo avance, una fresca proclamación del Evangelio, un resurgimiento del fervor misionero; y toda disminución de poder ha visto el surgimiento de algún nuevo mecanismo de conservación y defensa.

Si este análisis es razonable, entonces podemos pensar que en la actualidad estamos en un estado de muy baja energía espiritual: porque no puede negarse que la iglesia moderna se ha hundido hasta las orejas y está luchando desesperadamente para defender el poco terreno que posee. Carece del discernimiento espiritual para saber que su mejor defensa es una ofensiva, y se encuentra muy lánguida como para actuar según ese conocimiento.

Si queremos avanzar, necesitamos tener poder. El paganismo está cercando la iglesia y su única reacción son algunas respuestas pobres y tímidas. Tales actividades significan un poco más que una leve contracción de los músculos de un adormecido gigante, demasiado somnoliento. Si la iglesia quiere tener una posición de influencia espiritual tiene que tener poder; tiene que llegar a ser formidable. Debe ser una fuerza moral impactante para llegar a ser tenida en cuenta y hacer de su mensaje una cosa revolucionaria, conquistadora.

Considerando que “poder” es una palabra que se presta para múltiples usos y abusos, permítanme explicar lo que quiero decir con ello. Primero, quiero significar energía espiritual de suficiente voltaje como para producir grandes santos. Una generación de cristianos indulgentes e inocuos son un pobre ejemplo de lo que puede hacer la gracia de Dios cuando actúa poderosamente en un corazón humano. El acto carente de emoción de “aceptar al Señor” practicado entre nosotros conserva poca semejanza con las conversiones dramáticas del pasado. Necesitamos el poder que transforma, que llena el alma con una dulce intoxicación, que hará que cualquiera esté conmocionado por el amor de Cristo.

Actualmente tenemos “santos teológicos” que pueden (y deben) ser probados como santos, mediante una apelación al original griego. Necesitamos santos cuyas vidas proclamen su santidad y que no necesiten recurrir a la concordancia para su autenticación.

En segundo lugar, por “poder” quiero decir unción espiritual que produce unción celestial a nuestra adoración, que endulza nuestros lugares de encuentro con la presencia divina. En un lugar tan santo, los sermones altisonantes y las personalidades radiantes están fuera de lugar. El egocentrísmo y el egoísmo son una gran tristeza para el Espíritu Santo. El poder divino hace que el énfasis recaiga donde corresponde, es decir, sobre el Señor mismo y su mensaje a la humanidad.

Asimismo, por “poder” me refiero a esa cualidad celestial que marca la iglesia como algo divino. La mayor prueba de nuestra debilidad en la actualidad es que ya no existe nada terrible o misterioso acerca de nosotros. La iglesia ha sido explicada (la evidencia más segura de su caída). Actualmente tenemos muy poco que no pueda ser explicado por la psicología y la estadística. En aquella primera iglesia, sus miembros se reunían en el pórtico de Salomón y tan grande era el sentido de la presencia de Dios que “ningún hombre se atrevía a reunirse con ellos”. El mundo vio fuego en ese arbusto y retrocedió aterrado. Por el contrario, nadie les teme a las cenizas. Hoy cualquiera se atreve a acercarse tanto como se le antoja. Incluso palmean en la espalda a la novia profesa de Cristo con grosera familiaridad. Si alguna vez volvemos a impresionar a hombres perdidos, con un temor saludable a lo sobrenatural, será porque tenemos una vez más la dignidad del Espíritu Santo. Deberemos conocer nuevamente el temor reverente que tienen los hombres y las iglesias cuando se hallan plenos del poder de Dios.

Por “poder” me refiero a esa energía efectiva que Dios ha soltado en la iglesia y en las circunstancias que la rodean, tanto en tiempos bíblicos como posbíblicos, que la hicieron fructífera e invencible entre sus enemigos.

¿Milagros? Si, cuando y donde fueren necesarios. ¿Respuestas a la oración? ¿Providencias especiales? Todo esto y aún más. Todo está resumido en las palabras de Marcos: “y fueron y predicaron por doquier, el Señor con ellos y confirmando las palabras con señales que las sucedían”. Todo el libro de los Hechos y los más nobles capítulos de la historia de la iglesia, desde los tiempos del Nuevo Testamento, son una extensión de ese versículo. Palabras tales como aquellas del segundo capítulo de Hebreos se erigen como un reproche para los cristianos escépticos de nuestra época: “Testificando Dios juntamente con ellos, con señales y prodigios y distintos milagros y repartimientos del Espíritu Santo según su voluntad”. Una iglesia fría se ve forzada a “interpretar” tal lenguaje. No puede penetrar en él, de modo que lo explica constantemente. Por eso, en esa triste situación, se puede incluso llegar a usar cualquier intento interpretativo y cualquier exposición sin respaldo escritural, para salvar las apariencias y justificar nuestra condición agonizante. Tal exégesis defensiva es solamente un refugio para la ortodoxia escéptica, un escondite para una iglesia demasiado débil como para estar de pie.

Nadie puede negar la necesidad de una ayuda sobrenatural en el trabajo de la evangelización mundial. Nos hallamos en desventaja por las fuerzas superiores del mundo. Y el hecho de no tener la ayuda de Dios significa una segura derrota. El cristiano que sale sin fe en los milagros, regresará sin fruto. Que nadie se atreva temerariamente a tratar de hacer cosas imposibles, salvo que haya sido previamente facultado por el Dios de lo imposible. Nuestra garantía de victoria es que “el poder de Dios estaba allí”.

Finalmente, por “poder” quiero decir esa inspiración divina que mueve el corazón y persuade al oyente a arrepentirse y a creer en Cristo. No es elocuencia, no es lógica, no es argumento. No es ninguna de estas cosas, si bien puede acompañar a cualquiera de ellas o a todas. Es más penetrante que el pensamiento, más desconcertante que la conciencia, más convincente que la razón. Es el sutil milagro que sigue a la predicación ungida, una misteriosa operación del Espíritu divino sobre el espíritu humano. Tal poder de estar presente en cierta medida antes de que alguien pueda ser salvo, es la facultad fundamental sin la cual hasta al más fiel seguidor le faltaría verdadera fe salvadora.

Tendremos tanto éxito en el trabajo cristiano como poder tengamos, ni más ni menos. La falta de fruto por un período prueba falta de poder. Las circunstancias externas pueden ser un obstáculo por un tiempo, pero nada puede oponerse por mucho tiempo al poder de Dios, así como el hecho de tratar de luchar contra los relámpagos intermitentes es oponerse a ese poder cuando es liberado sobre los hombres. O salvará o destruirá; traerá vida o traerá muerte.

“Recibiréis poder” es la promesa de Dios y la provisión de Dios. El resto depende de nosotros.


Por A.W. Tozer

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